Nuestro apoyo a las tomas de los colegios en la Ciudad de Buenos Aires, posible lectura:"La Escuela de Noche" de Cortázar y sugerencias para descargar música y escribir una crónica.
Entrada a Libertador General San Martín en Entre Ríos o Puiggari.
*Puiggari y yo* por Graciela Holfeltz
Aunque suene patético, todo se gestó por un fracaso y un duelo. El primero es terapéutico; el segundo, maternal: ya no tengo más psiquiatra y mi hijo hace tres meses que abreva en otro regazo, propiedad de su parejita que, al parecer, se ha encarnizado conmigo y lo tiene de rehén en mi propia casa, snif. Pausa dramática, cambio de escena. Pertinaces sugerencias del Capri y una amiga para que descanse mi atormentada existencia en Entre Ríos, dentro de algo verde que, entre otras confusas características, tenía la yapa de ser un centro adventista.
Se imaginarán las mayúsculas de mis interjecciones, imprecaciones y expresiones furibundas, si lo que yo andaba queriendo en realidad eran unas simples y ventiladas vacaciones, qué tanta historia. Nones y más nones.
Centro adventista a mí, claro, vení mañana que hoy estamos cerrando. Pero que no mujer, que esto es distinto. No van a obligarte a nada, todo lo contrario, hay gente de todos los colores: actores/ices, polític*s, empresari*s, y hasta animalitos renegados, blasfemos y descocados como vos, mirá lo que te digo. Patrañas para deshacerse de mí y que me evangelicen. No quiero ser ni vegetariana ni abstemia ni dejar de fumar porque otros quieran obligarme a que no fume cuando desde hace más de ocho años que no toco un cigarrillo, a ver si me da un ataque al corazón con tanta verdura, aire puro y agua.
No hubo caso. Insistieron tanto que, dándome vergüenza ajena, me vi a mí misma en la página de CAVS desdoblada en ángel y demonio. Mi lado derecho del hipotálamo endulzaba mi oído izquierdo para armar la maleta. El otro (de puro subversivo) arremetió con la oreja derecha y mandó frutales varios, púrpura de ira, despotricando así que ahora te hacés la sana, la obediente y encima querés convertirte en monja, andááááááááá…
Y fui, nomás, créanlo muchach*s. La culpa es del angelito que, al parecer, puso de culo a Belcebú y le saco varios cuerpos. Y al Capri una friolera de guita porque minga iba a pagar yo la estadía en un nosocomio del cual pensaba escaparme al día siguiente y alquilarme un chinchorro para hacer remo en el Paraná.
Cuestión que la Canela, posteriormente un asalto en la perfumería, terminó a las 6 de la madrugada en Libertador San Martín y ya hecho el ingreso con sus consecuentes avisos y sugerencias, sentada en la cama de una habitación coquetísima, llorando como calculo que lo haría vegetalmente un sauce llorón. Qué hago acá, se puede saber. Qué es esto, dónde me metí. Relajé los maxilares inferiores y traté de dormir un poco, cosa imposible en el micro para una insomne consuetudinaria como yo. Y al poner la cabeza en la almohada no va que suena el teléfono, che. Una aterciopelada voz me anunciaba que era hora de desayunar. Con mi mejor temple le dije señorita acabo de llegar, si no rompo la armonía cósmica, querría descansar un ratito. “Está bien, la llamo a las diez menos veinte”. Algo es algo, pensé mientras me zambullía nuevamente en la desprevenida almohada. Cerré los ojos. Teléfono. “Hora de desayunar y hacerse los estudios médicos”. Un poco alterada, le recordé que me habían prometido no despertarme hasta las diez menos veinte. Y ya se la iba a seguir cuando escucho que la voz alada dice: “*son* las diez menos veinte”. La pucha que el tiempo es relativo, Albertito.
Agazapada para saltar frente a cualquier biblia, crucifijo o sotana que se me cruzase, dejé que me sacaran sangre, me fotografiaran el tórax, me midieran y me pesaran, ¡ay! Tengo que admitir que mi alerta era una falsa alarma. No pasó nada de eso. Ni en la mañana de mi llegada ni en ninguna otra. Toda actividad era voluntaria, tanto los grupos como las distintas clases. Y ahí, honestamente, me relajé. La gente, de bata y sandalias, deambulaba por el lobby con absoluta libertad (si lo que digo no es un oxímoron) Te avisaban por micrófono que actividades comenzaban y una asistía o se iba a tomar sol a la piscina externa o a rascarse para arriba. Yo estaba desconcertada, lo confieso. Sin embargo, mi oficio de escritora me ayudó a ubicarme en un lugar contemplativo, de exploración poética. Si ya estoy aquí, me tratan bien, no me compulsan a nada, ¿por qué no aprovechar y observar desde adentro algo que, en otras circunstancias, no me esforzaría en conocer?, ¿cómo será convivir en la diferencia, no pensando lo mismo? Y así lo tomé. Con calma, buena onda y una dieta de 900 calorías diarias, más masajes corporales mañana y tarde, aquagym, sauna húmedo y seco, manguerazos reductores, bicicleta, paseos y comidas que, aunque vegetarianas y escasas para mi estómago carnicero, están preparadas con finísimo gusto. Realmente, un spa terapéutico y reparador. Salvo una oración antes de las comidas y una entrevista con un pastorcito que se bancó mi carnet de agnóstica con encanto luminoso, todo es opcional. Hasta la cena de gala que se repite los viernes donde vienen a cantar canciones religiosas; una puede quedarse, o no. Y yo me quedé y participé y me divertí y escribí mucho al respecto. Tengo material para un libro de cuentos.
La masajista (¡¡ídola total!!) trabajó tanto mis con tracturas, tensiones y retorcimientos varios que casi le regalo mis estancias de la Patagonia. Los coordinadores eran muy atentos. Digamos que el Centro en su conjunto, está trabajado para brindarte el mayor bienestar posible y debo reconocer que, obviamente sin coincidir con lo nodal, me sentí cuidada y respetada.
Recuerdo que un lunes, luego de hablar con la psicóloga, abrí sin resistirme las compuertas de mi angustia. Inmediatamente vinieron a auxiliarme; y, ya sea con el silencio o con alguna palabra oportuna, me ayudaron a atravesar mis húmedas agorerías. Confieso también que ahí mismito pensé, “ahora se viene la bajada de línea”. Pero no. Otra vez, nada (¿me habrán evangelizado sin darme cuenta?) Hasta qué punto estaría cómoda que lograron levantarme todos los días a las 6 de la mañana para hacer la caminata en el grupo 1, el más veloz. Y allá iba la Holfeltz, medio caminando y medio corriendo, a recorrer en una hora circuitos que rondaban los 7 y 8 kilómetros de espectacular amanecer.
Vi partidos de fútbol, de tenis, jugué al truco y hasta anduve en una bicicleta de carrera sin romperme la crisma. Tuve mi día de líquidos, de frutas, y tomé cientos de infusiones y agua mineral que había hasta en los baños. Lamenté mucho la derrota de River frente a Boca (jijiji…) y un sábado llegué a los 65 largos en la piscina. Irme me dio alegría y penita.
Claro, llegar a Buenos Aires, Capital Federal, distrito CABA o lo que sea, no fue lo que se dice un encuentro de culturas. Más bien fue un encontronazo. Joder que estamos todos alterados.
En síntesis, la pasé bien, cosa que era el objetivo. Baje 4 megas, tengo la piel más tersa y ganas de irme a la Amazonia a convivir con los indios. En cuanto a mi fracaso y mi duelo se aligeraron. Tengo más fuerza y, como decía aquel viejo malevo de la tele, *no pregunto cuántos son sino que vayan saliendo*.
Pero no se preocupen, ya se me va a pasar. O mejor dicho, a tres días de haber vuelto al Instituto, ya se me está pasando.
Y la termino acá, mejor. Todo aquello parece un sueño lejano y no sea cosa que cometa un magnicidio para luego instaurar *Pandora** en la República Argentina.
Graciela, clavo y canela.
* El que no vio *Avatar* se embroma.
"Lo difícil se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida".
Santiago Klein se despertó súbitamente. Dato que no sería curioso sino fuera porque Santiago Klein tiene una rutina austeramente delineada para todos los minutos de los días que le restan de su vida. A ver, se pregunta: ¿soñamos? Típico el uso del plural en este Licenciado en Filosofía que se dedica a traducir cuanto escrito merezca ser traducido y sobrevuele el tocador de Angelita, el escritorio del abuelo Yago, las alfombras persas que compró en el Once, la biblioteca Tudor y llegue -Ruta Domínguez, mediante- a sus expertas manos de cazador de sentidos y despanzurrador de metáforas. El plural, además, lo ayuda a no sentirse tan solo, comprometiendo en aciertos y errores a sus molestos ángeles tutelares que azuzan su bizarría mental para encontrar el término justo, la respiración de un texto acorde a lo que él, Santiago Klein, pretende hacerle decir a un autor. ¿Soñamos?, repite. No, no soñamos. Ni una imagen, ni un recuerdo que lo haya apesadumbrado durante la noche. Miró el reloj. Un Longines de viaje. Cuadrante de porcelana, tapita-soporte en ochava, ánfora horizontal. Un leve movimiento, señores y plac, sándwich de oro blanco y cuero, con tiempo infalible y segundero lunar tanto para la cartera de la dama como el bolsillo del caballero. ¿Y entonces? ¿Por qué nos despertamos como nos despertamos? Vaya uno a saber. Mejor no pensar tanto y darse una ducha. El pensar roba el mirar, parafrasea Santiago a Juarroz y enfila hacia el baño como todas las mañanas desde que Angelita. Bruscamente tiembla, el rostro tirante, las piernas que dudan. Y los dedos de la mano, ay. ¿Qué nos pasa, vamos? ¿Qué nos está pasando? Santiago mira la puerta del baño y ve una cosa inquietante. Ve a Magritte en marrón quebrado y el hoyo, la silueta oscura recortada en la horrible puerta, como invitando al infierno. Nos cayó mal la cerveza, no tenemos que tomar cerveza y mucho menos de noche, piensa Santiago y se dice: avanti. El Ruta Domínguez llegará en cualquier momento, si es que larga alguna vez la calle y se dispone a trabajar como quedamos. Ruta tramposo. Con el cuento de entregar los diarios me deja todo el balurdo. Y yo solo no puedo, es mucha responsabilidad. Más con este autor endemoniado y casi oculto. Para nosotros al menos, se martiriza Santiago… Gilles Deleuze ¿Quién te conoce? Logiques du Sens–1969. Me las vas a pagar, Ruta, me traés cada incongruencia. Oia, esto es una incongruencia –se dice- el baño que estoy mirando, porque no es el baño que conozco, paremos. Santiago se para a mirar. En este lugar la cortina tiene mariposas, en el suyo veleros. La ventana tiene persiana de chapa, la suya es de roble. El espejo está a la derecha, el de él a la izquierda. Y el inodoro, buéh, el inodoro podría ser el mismo en ambos lados. ¿Ambos lados? Santiago siente un espasmo pero, esta vez, más continuado que le entumece el pecho. Se dobla como una ménsula y percibe –entre el susto y el dolor- que ha quedado frente a un espejo que atrasa. O sea, que lo muestra a él cuando tenía treinta años. O sea, que se ve joven y perfecto como cuando Angelita. O sea, que estamos diciendo pavadas. Angelita se fue hace mucho tiempo. Y ningún espejo puede atrasar, ningún ser humano puede verse con diez años menos y ningún baño puede metamorfosearse en esta letrina infecta, porque yo, Santiago Klein, vivo decentemente y estoy esperando al Ruta para que me ayude con ese Deleuze. Otra contracción. Por eso manotea el toallero heredado de su madre. Y así como ya no hay madre –cosa habitualmente creíble- tampoco hay toallero para sostenerse –cosa extremadamente improbable- O impensada, o mendaz como haber caído de boca en esa porquería de suelo que no es el suelo de su baño, porque en su baño hay mosaico italiano y aquí hay tierra apestada de aguas servidas, papeles usados y olor a mierda. Santiago se pone de pie. Sacude la cabeza como una maraca, como un frasco de arroz. El Ruta va a llegar dentro de poco y no nos puede ver así, exasperados por lo del baño y un ruido insólito que se filtra del estudio, donde está el escritorio del abuelo Yago y ese intrincado ensayo Logique du Sens-1969. Dejemos el baño para otro momento. Una buena taza de café a la turca (especialidad de Santiago, según El Ruta y Facundito) y abrir la ventana como todos los días. Ahora que lo mencionamos, Facundito hace una semana que no viene. Y eso que le dijimos que era urgente. No hay caso, los pibes están en cualquier cosa. Tienen la cabeza en las bikinis de la revista Gente. Ay, con la juventud. Incumplidores, impuntuales y atolondrados. Pero le gusta nuestro café turco, Santiago, como las minas de muslos fuertes al Ruta, que ya está empezando a preocuparnos por su tardanza. Santiago va a la cocina con la mejor buena fe, intención que la buena fe no parece devolverle porque, antes de doblarse otra vez como un alambre, ve con miedo –ya empezando a tener en verdad miedo- que la cocina no tiene ninguna cocina, salvo una hornalla a garrafa, y mucho menos una cafetera para hacer café; ni turco, ni irlandés ni café a secas. Calmémonos. Nada ha cambiado, nada. Ideas súbitas que asaltan nuestro humor un poco umbrío por un año más sin Angelita, cuando Angelita nos dejó solos por lo del canario. “No quiero aquí pájaros encerrados” dijo. Y abrió la jaula, lo dejó ir. Pesado y con dudas, caminando se fue. Los canarios no son de exteriores, discutieron a muerte. Pero no hubo caso. Angelita y su inútil sentido de la libertad. El dolor le atenaza el tórax, no puede respirar. Ruta, Ruta, para cuándo, mirá si es un infarto, la culpa que te va a quedar. Pero la cocina, el baño. Mejor vamos al estudio, Santiago Klein… El escritorio del abuelo Yago estaba. Igualito a sí mismo, sin cambios aparentes. Al fin, al fin, cantamos. Ningún fin, ninguno, porque de la biblioteca Tudor ni noticias. ¿Y mis libros, mis colecciones y mis enciclopedias? pensó Santiago algo repuesto del ataque que había aflojado, cierto, pero que por alguna razón irrazonable, esperaba nuevamente en cualquier sitio. ¿Dónde está la biblioteca con nuestros volúmenes y nuestros diccionarios? Y ese ruido insólito que brota de un rincón oscuro, ese dolor que estalla en su cabeza y en su vientre. El Ruta se entretuvo repartiendo diarios, piensa. A Facundito ya lo daba por perdido. Es inútil, va a tener que ir él mismo a la Biblioteca Nacional. Dos pavadas le pidió, ni un llamado, caramba. El dolor se agranda… se agranda... ¿Qué pasa en ese rincón? Nada, nada pasa. Está oscuro debido a la cortina. Y detrás de la cortina está el balcón terraza. Con los ficus y los potus. Cierto que era el rincón preferido de Angelita. Y para colmo la cortina la hizo ella. Lo mejor va a ser abrirla y que entre aire, que la casa respire. Como Santiago, que precisa respirar, será posible, alivianarse de un dolor incomprensible como todo esto, la biblioteca Tudor, el piso del baño, la cafetera. Y el Ruta, maldito Ruta. Suena el teléfono. Su teléfono de baquelita negra, ring. Otra herencia de mamá y no me jodas Facundito con cambiarlo, ring, a mí dejame de plásticos mantequitas, ring. Santiago no atiende. La puntada se le expande al brazo izquierdo y no piensa mover un músculo más. Aclarémonos, estoy en casa. Tenemos trabajo y radio para amenizar. Es un día cualquiera, como tantos días desde que Angelita. El Ruta estará estacionando el Citroën y Facundito sino llega hoy, llega mañana. Punto y aparte. Calla el teléfono. Santiago gira en redondo con la responsable idea de ponerse a trabajar. Trabajemos que se pasa todo: el tiempo, el dolor, el ruido (ese estúpido ruido) y ya el Ruta contándonos sus heroicidades. El pensar roba el mirar cita Santiago a Juarroz, nada de dispersarnos. Radio, música sacra, justo lo que me hacía falta y se dobla, se cae al piso del estudio pero no a la alfombra persa comprada en el Once, ring, ningún libro de consulta pero sí Gilles Deleuze en el escritorio del abuelo Yago, ring. Tenemos que pararnos, tenemos que traducir Logique du Sens-1969, ring, miremos el escrito, es un día como tantos, el calendario el calendario, ring… correr las cortinas, asomarse duro de dolor al balcón terraza, el escrito que de pronto chorrea tinta, ring, tinta roja como el tango paredón tinta roja y el Ruta, ring, Santiago aferrado al balcón, doblándose en el balcón y en la radio no más música sacra, ring, en la radio ese estúpido ruido, ring, esas malditas palabras comunicado número uno, ring, y el calendario es un 24 de marzo, ring, y Santiago cayendo a la nada, ring, y el año es 1976, ring, ring, ring…
Por memorativas circunstancias, tanto en la prensa gráfica como en la radio y en la televisión, últimamente se ha recurrido hasta el exceso a los lugares comunes más elementales. En general, el uso del lenguaje cotidiano no se enriquece con la búsqueda existente en el rango superior que ofrece un idioma, sino por la criptografía de las nuevas generaciones en la Internet, la publicidad, el lunfardo, el facilismo, etc. Por esto es que en cada nueva edición el diccionario de la Real Academia (y el resto) simplemente se limita a aceptar lo que, bien o mal, elige la mayoría. Aunque esto pueda constreñirse a lo concreto, físico, fáctico, y pueda parecer inofensivo, no lo es, porque siempre tanto la acción humana como un objeto obedecen a una idea, responden a una necesidad. Incluso el arma que mata incluye un concepto filosófico: la picana es sádica, el revólver es cobarde, el cuchillo por íntimo y arriesgado puede ser valiente. Por eso es que una buena intención se torna grave cuando sin investigar, para validar lo propio, ya sea por ignorancia o ligereza, se recurre a pruebas o conceptos equivocados pero bendecidos por el paso de los años que, por la sola repetición, alcanzan la mitología.
Esto se transforma en pensamiento único, y el pensamiento único, además de mentiroso y aburrido, es peligroso y grave, porque el tergiversar informa mal y confunde al destinatario y, sobre todo, se ningunea la legitimidad. Borges siempre viene a cuento: se abusa de que él dijo que “la democracia es un abuso de la estadística”, sin avisar que la cita es un suave plagio a Pío Baroja que, mucho antes, en “Las Españas” escribió: “La democracia es el absolutismo del número”. Tampoco se aclara que, con el triunfo de Alfonsín, en la entrada de la Feria del Libro se destacaba un texto en el que Borges se desdecía a favor de la democracia. El mismo, ya finado, sufrió lo que puede entenderse como un plagio al revés cuando aventureros de la vida natural le achacaron un texto enanizante, aquel antipoema deyectivo “Instantes” que ni Héctor Gagliardi se hubiera animado a escribir y que en realidad pertenece a la sensible norteamericana Nadine Stair, jefa de redacción de un periódico barrial especializado en dietología. Lo propio le ocurrió a García Márquez con una supuesta despedida de la vida que apareció en Internet, cuyo texto era tan fachoso que a nadie se le ocurrió buscar al pícaro culpable. Valga este preámbulo para dilucidar la genuina autoría del texto cuyo primer verso informa: “Primero vinieron por...”. En razón de esotéricos artilugios, citadores profesionales de izquierda-centro-derecha siempre han atribuido estas líneas a Bertolt Brecht. Y si bien Brecht es ajeno a este manotazo a su favor, tampoco es justificable el error debido a que el texto no figure, formal y convencionalmente, en ningún libro; ni es donosa la acción del aprovechador que se lo endilga a Brecht por mera suposición o porque así lo decidió el inconsciente colectivo. El verdadero autor, Martin Niemöller, nació en 1892 en Lippstadt, fue condecorado en la Primera Guerra Mundial como oficial de submarinos, tuvo simpatías por el primer nazismo pero terminó en prisión cuando puntualizó que él, como pastor luterano, tenía un solo Führer y ese era Dios. Desde 1937 a 1945 estuvo en los campos de concentración de Sachsenhausen y Dachau. Al salir se convirtió en presidente del concilio mundial de iglesias protestantes y en el discurso de asunción proclamó el credo confesional que lo eterniza. En 1967 recibió el premio Lenin de la Paz, en 1971 la Cruz Alemana al Mérito. Y hasta el 6 de marzo de 1984 en que decidió morir en Wiesbaden a los 92 años, fue un activo militante pacifista. El credo, armado como poema, algunas veces con título agregado: “Ellos vinieron”, y con quitas y añadidos según intereses de coyunturas, ha sido traducido a todos los idiomas respetando su autoría. Inexplicablemente, sólo en nuestras extraviadas tierras se promueve el plagio en perjuicio de la verdad. Esta es una de las tantas versiones de lo dicho por Niemöller.
“Primero vinieron por los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío. Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista. Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante. Luego vinieron por mí, pero para entonces ya no quedaba nadie que dijera nada.”
Más allá de los cincuenta años empezamos a morirnos poco a poco en otras muertes. Los grandes magos, los chamanes de la juventud parten sucesivamente. A veces ya no pensábamos tanto en ellos, se habían quedado atrás en la historia; other voices, other rooms nos reclamaban. De alguna manera estaban siempre allí, pero como los cuadros que ya no se miran como al principio, los poemas que sólo perfuman vagamente la memoria. Entoces -cada cual tendrá sus sombras queridas, sus grandes intercesores- llega el día en que el primero de ellos invade horriblemente los diarios y la radio. Tal vez tardamos en darnos cuenta que también nuestra muerte ha empezado ese día; yo sí lo supe la noche en que en mitad de una cena alguien aludió indiferente a una noticia de la televisión, en Milly-la-Forêt acababa de morir Jean Cocteau, un pedazo de mí también caía muerto sobre los manteles, entre las frases convencionales. Los otros han ido siguiendo, siempre del mismo modo, la radio o los diarios, Louis Armstrong, Pablo Picasso, Stravinski, Duke Ellington, y anoche, mientras yo tosía en un hospital de La Habana, anoche en una vos de amigo que me traía hasta la cama el rumor del mundo de afuera, Charles Chaplin. Saldré de este hospital, eso es seguro, pero por sexta vez un poco menos vivo.
Julio Cortázar (Un tal Lucas)
Viernes, 07 de Marzo de 2008
strong>literaturala muerte de la escritora susana silvestre
El adiós a la autora que se rebeló contra el dolor
Por Silvina Friera
La escritora Susana Silvestre, ganadora del premio de novela Casa de las Américas 2007 con Mil y una, enfrentó su cáncer terminal sin abandonar la sonrisa ni el buen humor, pero el domingo pasado –según informó ayer la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina (SEA)– el agravamiento de su enfermedad y el dolor corporal, insoportable, la llevaron a quitarse la vida. Aún puede leerse en su página web (www.susanasilvestre.com) una simpática enumeración de objetos que ella elegía como carta de presentación. "Como se habrán dado cuenta, soy escritora, aunque no precisamente de best-seller; en consecuencia, poseo una casa modesta pero con terraza, no tengo auto pero sí una cuantiosa biblioteca, una no despreciable disponibilidad de CD, las plantas suficientes como para formar un pequeño bosque y que un colibrí me visite todos los veranos, soy dueña de un gato siamés y de muchas películas. Ultimamente he incorporado a mi patrimonio una bicicleta que guardo en el garage de enfrente. Con ella he conseguido satisfacer las demandas de actividad física solicitadas por mi médico, además de recuperar aquellos tiempos de mi infancia en San Justo, cuando la bicicleta era como una prolongación de mi cuerpo."
Silvestre nació en San Justo (Buenos Aires), en 1950. Es autora de los relatos El espectáculo del mundo (1983), Todos amamos el lenguaje del pueblo (2002) y Mujeres de vacaciones (2005) y de las novelas Si yo muero primero (1991), Mucho amor en inglés (1994), No te olvides de mí (1995) y Biografía no autorizada (2004). Fue guionista de la película La vida según Muriel (1997), junto a Eduardo Milewicz, y escribió la obra de teatro Donde no crecen las rosas (estrenada en el Centro Cultural San Martín, en 1989). Mil y una –recreación argentina y contemporánea de la saga de Sherezade, del Decamerón y de los no menos clásicos Cuentos de Canterbury– fue elegida entre las 115 obras presentadas al concurso Casa de las Américas "por su prosa fluida, limpia, graciosa, su estructura inteligente, compleja y lúdica; y por constituir un desafío frente a las tendencias que muestran hoy los grandes consorcios editoriales".
Publicó en editoriales "consagradas" –Emecé, Espasa Calpe, Planeta– sólo hasta 1995, año en que sobrevino la brutal concentración y el achicamiento del mercado editorial del país, seguida de una preceptiva "global" a los autores para que escribieran pensando en un público "más amplio". "Tenía dos opciones: plegarme a la corriente o rendirme ante mi ética y mi amor por la literatura. Triunfó este último y mis textos fueron apareciendo en editoriales pequeñas", recordaba la escritora. "El premio Casa de las Américas, con el que soñaba cuando empecé a escribir, allá por los años de la última dictadura militar, viene a decirme que no me equivoqué." Carlos Chernov, durante la presentación de Mujeres de vacaciones (Ediciones Al Margen, 2005), señaló que los relatos de Susana transmiten algo de la tristeza del tiempo en fuga. "Como si escribiera movida por la idea de que, la alegría erótica, es el único antídoto contra la angustia que nos provoca el conocimiento de nuestra inevitable muerte. Como si se rebelara contra la idea de que el instante debe ser un humilde subordinado del porvenir." Susana, precisamente, se rebeló contra el dolor, el domingo pasado. En el comunicado de la SEA se recuerda la cita de la última carta de Van Gogh, encontrada en su chaqueta el día de su muerte. "Contiene el mismo mensaje que nos podría haber enviado a todos Susana Silvestre, antes de partir: 'Finalmente, sólo podemos hacer hablar a nuestras obras'."
Quiero dejar en claro que soy rockera de la vieja guardia. Que después de “Muchacha…” y “Rutas Argentinas”, el flaco Spinetta pasó a ser un semidiós. Que entré al baño de hombres de La Perla por Tanguito y fui veinte horas al cine y canté la Biblia con Vox, pero sin Dei. Y que Manal casi me vicia con tanto Jugo de Tomate Frío si no fuera que Alma y Vida me perfumó con su azahar. Cierto, muy cierto. Pero nadie, -al menos de todos los recuerdos que conservo hasta el momento- pudo delinear una imagen tan poética, tan liberadora como para trocarme precipitadamente en un arma y cargarme de futuro. Hablo de Fito, claro. Cuando pregunta en su tema semejante pregunta y ofrece a cambio semejante ofrecimiento, yo siento que comienza allí una de las canciones más esperanzadoras que supimos escuchar. Y no digo esto con la intención de abrir querellas musicales. Nones. Lo digo porque sospecho que –quién más, quién menos- todos hemos padecido en algún barquinazo de nuestra azarosa vida esa súbita impresión de que, ciertamente, lo habíamos perdido todo.
Si de efemérides trágicas se trata, esta tierra generosa que nos ve trajinar, actuar, desentonar y cuanto infinitivo acuda a nuestras necesidades básicas o cotidianas pero, sobre todo, solidarias con nuestros hermanos/as, basta con pararse unos minutos en cualquier esquina y detenerse a mirar. Dar reverentemente una vuelta en redondo y mirar como quien va a decir un discurso al mundo, como quien intenta aprehender (con hache y sin ella) eso que no soy yo, que está fuera de mí, que se me ofrece y no tanto, también no tanto, para saber que nos han maltratado, que nos han estafado y jodido. Nos han rejodido, sí.
Hasta podríamos prescindir de diarios y noticieros, de revistas de opinión y libros de historia. Cuestión de mirar, decía, y todo está allí: en ese rostro que no es el mío pero me refleja, en ese instante que recorto de la realidad y me constituye, en el hoy como metáfora y como jornada concreta. 8 de Marzo: hoy. Día Internacional de La Mujer Trabajadora: hoy.
Curioso principio me han dicho mis amigos al leer el borrador de mis tribulaciones. Confieso que estoy perpetrando un plagio. Si Sting hizo danzar solas a Las Madres, yo bien puedo hablar de Clara Zetkin a costa de Fito. Confieso también que me mueve un enfado personal. Y confieso, por último, que elegí esta fecha para pararme en mi esquina y poder verme en la historia, cuando aquellas mujeres textiles salieron de la fábrica neoyorquina, en 1857, a reclamar por sus míseros salarios y sus jornadas extenuantes. Era otro 8 de marzo. Distinto, pero igual a éste. Y la concentración terminó mal, terminó atacada por la policía. Me veo, las veo medio siglo después, crecer y multiplicarse hasta juntar 15.000 corazones ofrendándose. Y marchar otra vez en marzo por la misma ciudad, con las mismas reivindicaciones, gritando “¡Pan y Rosas!”, lucha y poesía. No todo está perdido, pienso. Quién dice que todo está perdido. Al año siguiente –marzo, siempre marzo, 8 de marzo de 1908- 40.000 costureras industriales declaran una huelga histórica y 129 de ellas, obreras de la Cotton Textile Factory, mueren carbonizadas en un incendio provocado por los propios dueños de la fábrica. ¿Quiero ver? ¿Quiero seguir viendo? Sí, quiero. Es más, hoy quiero ofrecer mi corazón. Y entonces, mi mirada salta, mi mirada pan y rosas rueda hasta Copenaghe, rueda hasta 1910, y allí finalmente la veo, me veo, la escucho, me escucho: Clara Zetkin en el Congreso Internacional de Mujeres Socialistas proponiendo establecer al 8 de marzo –de hoy, de ayer, de todos los marzos de todos los tiempos- como Día Internacional de La Mujer Trabajadora, en homenaje a aquellas que llevaron adelante las primeras manifestaciones de mujeres trabajadoras contra la explotación capitalista.
Mis amigos me critican por las cacofonías, la reiteración de palabras. Es que no soy yo, les explico. Son ellas. Surgen atropelladas, no se pliegan a mi voluntad. Mueven mis dedos y se autoconvocan, multiplicándose en 15.000, en 40.000 almas y acaso otras tantas que yacen en el camino por esa media mitad de un todo que alguna vez tomará el cielo por asalto. Y por las Madres que hoy -como yo hoy- recuerdan que parieron hijos que también parieron nietos. Hijos, Abuelas, Nietos, Madres. A pesar de las 30.000 preguntas y los 30.000 silencios, nosotras no creemos que todo está perdido, nosotras ofrecemos el corazón.
8 de Marzo. Día Internacional de La Mujer Trabajadora. Tra-ba-ja-do-ra, atención. Porque entonces me encolerizo con los que utilizan este día para regalar prendedores, gatitos de terracota o bomboncitos. Dejémonos de macanas, señores/as. Tenemos 364 días para mimosearnos. O 363, por aquello igual a esto sucedido en Chicago un 1º de mayo. No quiero cederles ni un minuto de mi día a individuas como Amalita o María Julia, por mentar sólo la punta de un dudoso iceberg que terminaría arruinándonos el crucero a todas. No quiero comer bomboncitos. Fueron muchas las cabezas que rodaron para que nosotras estemos aquí amando, pensando, sufriendo y también hermanándonos. Quiero, sí, compartir flores con las que sabemos llenar la olla trabajando dentro o fuera de la casa, con salario básico o sin él, contratadas en blanco o en sucio, jubiladas sin privilegio y hasta sin jubilación, pero pataleando por tenerla y, dicho sea de paso, porque la tengan de igual forma nuestros compañeros. Nada de rosas sin ¡Pan y Rosas! Nada de incendiarios ni manipuladores. Nada sin las Claras Zetkin. Nada.
Mis amigos me recuerdan que no todo pasa por este asunto del género. Un combate a muerte de hombres contra mujeres. Coincido. Hombres y mujeres somos castigados por hombres y por mujeres. Pero yo les contesto a ellos que, sin olvidar ni ésa ni ninguna otra verdad dicha más arriba, ya es momento de dejar de parlotear tanto y abalanzarse a este día con unción. Por cada una de nosotras, dueñas y señoras. Madres y también Abuelas. Hijas, hermanas. Yo, yo misma, viniendo en marcha cerrada por todas las calles de todas la ciudades de todos los países del mundo y del tiempo. A pesar del tiempo y de la muerte, mirándolas, mirándome venir. Y converger en mi esquina. Esta esquina en la que estoy parada emocionándome, acariciando cada llaga, cada herida, y gritando, como a punto de revelar una verdad sagrada. Preguntando o increpando a voz en cuello quién se atreve, a ver, contesten. Quién dice que todo está perdido, si venimos a ofrecer el corazón.
Partí de Retiro con un calor premonitoriamente lluvioso. Fue cuestión de poner un pie en la terminal para que cayeran alcauciles de punta. No importa, me dije, según la Biblia, el agua higieniza los pecados y yo, además de dejar solo a mi gato, haberme robado un día de más en el trabajo, pelearme con el coreano de enfrente por el precio de una barrita Ser de cereales y fumarme una hoja de mi potus para alucinarme, estaba absolutamente dispuesta a dejar a mi hijo durante quince días para que sobreviviera sin tanta mermelada que le da la madre y que por eso el nene no se digna nunca a mover las cachas y autoabastecerse. Gato y BB yo me voy, que la vida los proteja, dios proveerá como dice la tía Picha.
Dos valijas, dos. A santo de qué, no sé, pero a mí me gusta estar tranquila a la hora de querer ponerme un vestido elegante y sorprender en la comida de la noche, incluida en el paquete turístico junto con el desayuno, una bicoca, mirevea. Y de elegante sport. Y a la que te criaste, también. Zapatillas, abrigos, laptop, libros, toallas (¿para qué toallas?) bikinis (buéh, no ocupan tanto, son trapitos) etc, etc, etc… Eso sin contar los libros y los cuadernos de notas para mi novela y el almohadón bordó que uso como osito. Pero fue subir al bus y sentirme pura y liviana como Las Meninas de Velásquez.
La vida y la dialéctica nos enseñan que toda cosa, en el momento menos esperado, se convierte en su contrario. Y de sudar como una milonguita al horno, pasé a congelarme por el aire acondicionado, guarangamente al límite de su gélida potencia. Menos mal que Rivotril, que agua fría carísima y a precio euro. Menos mal que de un sorbo me bajé dos de dos y entonces abrí el primer ojo casi en Villa del Dique, porque el otro se desplegó totalmente en Villa Gral. Belgrano, destino final del micro, pero no mío. Todavía faltaban los 40 km de ripio y entonces sí, entonces La Cumbrecita. Tomé un remís, como cuadra a una señora de sangre azul, y la dulce niña que conducía (era una taxiwoman) me elevó bajo la lluvia por un camino de moco hasta el pintoresco y alemanísimo Hotel La Cumbrecita.
Me esperaba Nico y, no fue más que ver su rostro y sus pectorales, para saber que la cosa empezaba maravillosamente. Desaparecieron mis molestas valijas gracias a la silenciosa eficiencia de un botones y, luego de registrarme, fui conducida hacia la habitación 21 que, no sé por qué, me pareció un buen presagio. Miren si me tocaba el 22, una desgracia.
Cuando paró de llover, allá fue esta damisela a conquistar los destinos turísticos y las altas cumbres, no sin antes estudiar escrupulosamente las fotografías de los precursores que forjaron, no sólo ese hotel inaugural en la región y punto de partida de esa inocente y montañosa aldea que en lo profundo de sus recovecos escondería antaño una sucursal del Tercer Reich; sino, también, la ideología arquitectónica que no permitía despegarse un ápice de la estética tirolesa, y que colgaban de la pared a lo largo de la maldita y encerada escalera que pretendió asesinarme la primera noche, tirándome escalones abajo y golpeándome heilhitlermente la rodilla derecha y el hombro izquierdo. No me vas a ganar, víbora enroscada, yo soy tan alemana como vos. Me levanté con la obstinada decisión de hacer oídos sordos a los dolores y seguir mi camino que, al otro día, me transportaría a la capilla, al Cementerio y al engañoso y condenado Camino del Indio.
Juro que casi lo bendigo a Roca. Ese "divertisísimo" destino no era más que una explanada pelada y pétrea, con una roca ridícula simulando un rostro asombrado (ya enviaré foto) y un abismo… un infinito y absorbente abismo que me dejó estaqueada al piso y sin poder proyectar un músculo, despabilar una neurona para razonar mentalmente un estratagema de salida. Nada. Ninguna operación mental a mano. Sólo pánico, horror y vértigo que me hizo llamar por móvil a mi psiquiatra (lo juro) y decirle que los antropólogos del futuro encontrarían allí mis preciados huesos dando testimonio de una raza perdida. Que no bajo, te digo, que tengo un ataque de angustia propio de King Kong y que yo no me muevo, así que la deuda de sesiones pasadas te la va a pagar magoya. Calmate, dijo él, respirá hondo, ya va a venir alguien y bajás con ellos. No viene nadie. Va a venir, cómo no va a venir, y vos vas a bajar como Rebecca Una mujer inolvidable en la casona del marido desalmado. Ahora te dejo porque tengo una paranoide acostada en el sillón, llamame cuando llegues al hotel, clack. Tenía razón el hombre, vinieron, me ayudaron, me acompañaron y yo terminé a las puteadas con el Indio, y el camino del Indio, y el caballo que le hizo el camino a ese estúpido Indio.
Pero ya me había vacunado. Lo demás fue agua va. Subir y bajar, ver ollas y ríos y cascadas. Subir y bajar. Visitar el Museo de piedras. Subir y bajar. Caminar por el pueblo que ocupa doscientos metros. Subir y bajar. Darte cuenta que esa gente (los 500 habitantes estables) odian al turista porque no hay nada que no sea artículos "regionales", tres bares, un quiosco, un minimercado, una farmacia, que de farmacia tiene lo que tengo yo de Carmelita, un puesto de turismo, la cana y vacas. Eso es todo. Ni librería, ni laverap, ni cajero ni nada que te pueda resolver un problema súbito. Vaya a la Villa, acá no hay, te dicen sonrientes, o lo que en Prusia podría ser llamado una sonrisa.
Yo me llevé cinco libros, entre ellos, uno de Clara Obligado. Y suerte que el hotel tiene biblioteca porque a los tres días ya me los había devorado y minga de comprar sin tener que hacer 40 kms. Conocí gente, me sobreoxigené, escribí algo y organicé mi novela, subí y bajé, descubrí -gracias a la biblioteca- el impresionante mundo de Raymond Chandler en tres novelas suyas que me limaron la cabeza. Después Faulkner y otra vez Chandler, hasta que…
Y ahora, chitón todo el mundo.
Peñón del Águila. Complejo de actividades deportivas de alto riesgo. Por supuesto que restaurante, bar, casa de tortas típicas, playita, obra de teatro cuyo tema no era la vaca sino la cerveza y montón de trastornados que hacían una cosa en el aire a la que yo de ninguna manera me iba a prestar. Por supuesto, te cobran hasta para tirarte un pedo, pero la vista era prodigiosa y yo estaba con una japonesita que conocí en el hotel y que coincidía conmigo en que ese asunto de las tirolesas era para gente desquiciada y suicida. De ningunísima manera voy a subir, yo que soy una enferma grave de vértigo, yo que odio las alturas, yo que tengo pánico y fobias para regalar hasta en Semana Santa, yo que me mareo, yo que me desmayo si miro para abajo, yo que… ¡vamos! Vení conmigo y no digas una sola palabra, a ver usted jovencito me da inmediatamente la pulsera para hacer arborismo y tirolesa y rapell. Y antes de decir culo sucio, ya estábamos presas dentro de los arneses y los guantes de cuero y el casco (¿para qué será el casco? ¿por si te caés de cabeza? raro) caminando por puentes colgantes, troncos y sogas anudadas entre hermosos pinos que cubrían lo que vendría después, la verdadera aventura, la locura que súbitamente afrontaría una compulsiva como yo.
Fue mirar hacia el costado y ver la nada. Me engancharon a un cable de acero me dijeron dos o tres chistes y allá salió la Canela volando por los aires sobre un río que, desde arriba, parecía un hilo de pis de gato, ay. Y me faltaban cuatro más. Y me faltaba el rapell. En la quinta cuerda juro que casi lloro, la más empinada, la más desprovista de puntos de apoyo, la más alta, la muy zorra a 60 mts. Mi corazón, madrecita, mi taquicardia. El monitor (así llaman a los muchachos entrenados que te acompañan) le hizo hacer silencio a todo el mundo y me intentó calmar tan encantadoramente que, por poco, no se recita un poema de Neruda. Cómo habrán sido mis nervios que apreté tanto el cable y me quedé a medio camino, colgada en la inmensidad de la serranía y maldiciendo hasta el día en que nací. Ellos nos habían explicado cómo hacer en esos casos, cuando el envión no alcanza para llegar. Pero yo estaba tan asustada, mierda, que andar haciendo piruetas con mi vértigo a cuestas me llevó a pensar muchas cosas de las cuales, tal vez, en otra oportunidad relataré.
La cuestión es que me di vuelta, retrocedí con las manos y, cuando el monitor me agarró por fin, yo pensé que había pasado un lustro, no me sueltes por lo que más quieras en el mundo, me muero aquí mismo si me soltás. Divino el pibe, muy bien entrenado. Yo no podía dar un paso más. Los dioses estuvieron de mi lado. Curiosamente, el rapell se suspendió porque lloviznaba y se vuelve peligroso descender con las paredes húmedas. En cuanto a mí, con las cinco tirolesas me bastó y me sobró algo hasta para el inicio del 2090.
Me siento la mujer maravilla.
Por último, una anécdota que pinta lo que es Cumbrecita. Fui a un negocio muy clásico del lugar donde venden botitas de lana tejida para el invierno y que me recomendaron comprar sin falta. Al entrar, escuché una emisora de radio cantando loas de Macri y de lo bien que se estaría en Capital a partir de ahora, cómo no. Nada de cartoneros, de suciedad, cárcel a la delincuencia y puerto libre de villas. En un rincón, colgaban de un perchero remeras con el dibujo de un acorazado, y en alemán, escrito en letras góticas, se nombraba al Graf Spee. Mi termostato paciencial ya estaba en punto 6 escala Richter. Pedí mi número de calzado y me probé las botas. La alemana (porque ésa sí que era una alemana) dijo: no vacha a pizarrrr en pizo. No señora, quédese tranquila, seré un tanto torpe pero algo entiendo de comprar zapatos, le mastiqué mientras apoyaba la izquierda sobre mi zapatilla. Perrrrre que le doy un diarrrrio, dijo. Yo lo tomo sin mirar, lo tiro al piso y, antes de estampar mi pata encima, veo la foto de… ¿quién? Sí, camarad*s: de… ¡Fidel Castro! Agarré el diario y, en perfecto castellano, le dije: Disculpe, señora, cada cual tiene su tara, vio, pero yo no pienso ponerle encima los pies a Fidel, a sí que tome esta hoja que con esta otra me alcanza, aunque mejor envuélvame todo rápido que me urge ir al baño, sabe, y si sigo tardando con este asunto me hago pis acá mismo.
Ay, perrrrdón, dijo, pensé que errra Alfonsín… y yo casi estreno una tumba en el Cementerio.
Foto de la camiseta en homenaje al Graff Spee vendidas en La Cumbrecita.
Confieso que no tendría que haberme llevado las botitas, pero las compre. Y por eso, está muy bien que me haya violentado con mi vértigo. Y subido y bajado hasta reventar. Y mojado y secado en las largas y extenuantes caminatas. Porque el pecado de no haberle metido sus preciosas zapatillitas, una en cada una de sus repugnantes y nacionalsocialistas orejas a la alemana, no es algo que pueda resolverse con tres Padrenuestros y cuatro Ave Marías.