Nuestro apoyo a las tomas de los colegios en la Ciudad de Buenos Aires, posible lectura:"La Escuela de Noche" de Cortázar y sugerencias para descargar música y escribir una crónica.
Entrada a Libertador General San Martín en Entre Ríos o Puiggari.
*Puiggari y yo* por Graciela Holfeltz
Aunque suene patético, todo se gestó por un fracaso y un duelo. El primero es terapéutico; el segundo, maternal: ya no tengo más psiquiatra y mi hijo hace tres meses que abreva en otro regazo, propiedad de su parejita que, al parecer, se ha encarnizado conmigo y lo tiene de rehén en mi propia casa, snif. Pausa dramática, cambio de escena. Pertinaces sugerencias del Capri y una amiga para que descanse mi atormentada existencia en Entre Ríos, dentro de algo verde que, entre otras confusas características, tenía la yapa de ser un centro adventista.
Se imaginarán las mayúsculas de mis interjecciones, imprecaciones y expresiones furibundas, si lo que yo andaba queriendo en realidad eran unas simples y ventiladas vacaciones, qué tanta historia. Nones y más nones.
Centro adventista a mí, claro, vení mañana que hoy estamos cerrando. Pero que no mujer, que esto es distinto. No van a obligarte a nada, todo lo contrario, hay gente de todos los colores: actores/ices, polític*s, empresari*s, y hasta animalitos renegados, blasfemos y descocados como vos, mirá lo que te digo. Patrañas para deshacerse de mí y que me evangelicen. No quiero ser ni vegetariana ni abstemia ni dejar de fumar porque otros quieran obligarme a que no fume cuando desde hace más de ocho años que no toco un cigarrillo, a ver si me da un ataque al corazón con tanta verdura, aire puro y agua.
No hubo caso. Insistieron tanto que, dándome vergüenza ajena, me vi a mí misma en la página de CAVS desdoblada en ángel y demonio. Mi lado derecho del hipotálamo endulzaba mi oído izquierdo para armar la maleta. El otro (de puro subversivo) arremetió con la oreja derecha y mandó frutales varios, púrpura de ira, despotricando así que ahora te hacés la sana, la obediente y encima querés convertirte en monja, andááááááááá…
Y fui, nomás, créanlo muchach*s. La culpa es del angelito que, al parecer, puso de culo a Belcebú y le saco varios cuerpos. Y al Capri una friolera de guita porque minga iba a pagar yo la estadía en un nosocomio del cual pensaba escaparme al día siguiente y alquilarme un chinchorro para hacer remo en el Paraná.
Cuestión que la Canela, posteriormente un asalto en la perfumería, terminó a las 6 de la madrugada en Libertador San Martín y ya hecho el ingreso con sus consecuentes avisos y sugerencias, sentada en la cama de una habitación coquetísima, llorando como calculo que lo haría vegetalmente un sauce llorón. Qué hago acá, se puede saber. Qué es esto, dónde me metí. Relajé los maxilares inferiores y traté de dormir un poco, cosa imposible en el micro para una insomne consuetudinaria como yo. Y al poner la cabeza en la almohada no va que suena el teléfono, che. Una aterciopelada voz me anunciaba que era hora de desayunar. Con mi mejor temple le dije señorita acabo de llegar, si no rompo la armonía cósmica, querría descansar un ratito. “Está bien, la llamo a las diez menos veinte”. Algo es algo, pensé mientras me zambullía nuevamente en la desprevenida almohada. Cerré los ojos. Teléfono. “Hora de desayunar y hacerse los estudios médicos”. Un poco alterada, le recordé que me habían prometido no despertarme hasta las diez menos veinte. Y ya se la iba a seguir cuando escucho que la voz alada dice: “*son* las diez menos veinte”. La pucha que el tiempo es relativo, Albertito.
Agazapada para saltar frente a cualquier biblia, crucifijo o sotana que se me cruzase, dejé que me sacaran sangre, me fotografiaran el tórax, me midieran y me pesaran, ¡ay! Tengo que admitir que mi alerta era una falsa alarma. No pasó nada de eso. Ni en la mañana de mi llegada ni en ninguna otra. Toda actividad era voluntaria, tanto los grupos como las distintas clases. Y ahí, honestamente, me relajé. La gente, de bata y sandalias, deambulaba por el lobby con absoluta libertad (si lo que digo no es un oxímoron) Te avisaban por micrófono que actividades comenzaban y una asistía o se iba a tomar sol a la piscina externa o a rascarse para arriba. Yo estaba desconcertada, lo confieso. Sin embargo, mi oficio de escritora me ayudó a ubicarme en un lugar contemplativo, de exploración poética. Si ya estoy aquí, me tratan bien, no me compulsan a nada, ¿por qué no aprovechar y observar desde adentro algo que, en otras circunstancias, no me esforzaría en conocer?, ¿cómo será convivir en la diferencia, no pensando lo mismo? Y así lo tomé. Con calma, buena onda y una dieta de 900 calorías diarias, más masajes corporales mañana y tarde, aquagym, sauna húmedo y seco, manguerazos reductores, bicicleta, paseos y comidas que, aunque vegetarianas y escasas para mi estómago carnicero, están preparadas con finísimo gusto. Realmente, un spa terapéutico y reparador. Salvo una oración antes de las comidas y una entrevista con un pastorcito que se bancó mi carnet de agnóstica con encanto luminoso, todo es opcional. Hasta la cena de gala que se repite los viernes donde vienen a cantar canciones religiosas; una puede quedarse, o no. Y yo me quedé y participé y me divertí y escribí mucho al respecto. Tengo material para un libro de cuentos.
La masajista (¡¡ídola total!!) trabajó tanto mis con tracturas, tensiones y retorcimientos varios que casi le regalo mis estancias de la Patagonia. Los coordinadores eran muy atentos. Digamos que el Centro en su conjunto, está trabajado para brindarte el mayor bienestar posible y debo reconocer que, obviamente sin coincidir con lo nodal, me sentí cuidada y respetada.
Recuerdo que un lunes, luego de hablar con la psicóloga, abrí sin resistirme las compuertas de mi angustia. Inmediatamente vinieron a auxiliarme; y, ya sea con el silencio o con alguna palabra oportuna, me ayudaron a atravesar mis húmedas agorerías. Confieso también que ahí mismito pensé, “ahora se viene la bajada de línea”. Pero no. Otra vez, nada (¿me habrán evangelizado sin darme cuenta?) Hasta qué punto estaría cómoda que lograron levantarme todos los días a las 6 de la mañana para hacer la caminata en el grupo 1, el más veloz. Y allá iba la Holfeltz, medio caminando y medio corriendo, a recorrer en una hora circuitos que rondaban los 7 y 8 kilómetros de espectacular amanecer.
Vi partidos de fútbol, de tenis, jugué al truco y hasta anduve en una bicicleta de carrera sin romperme la crisma. Tuve mi día de líquidos, de frutas, y tomé cientos de infusiones y agua mineral que había hasta en los baños. Lamenté mucho la derrota de River frente a Boca (jijiji…) y un sábado llegué a los 65 largos en la piscina. Irme me dio alegría y penita.
Claro, llegar a Buenos Aires, Capital Federal, distrito CABA o lo que sea, no fue lo que se dice un encuentro de culturas. Más bien fue un encontronazo. Joder que estamos todos alterados.
En síntesis, la pasé bien, cosa que era el objetivo. Baje 4 megas, tengo la piel más tersa y ganas de irme a la Amazonia a convivir con los indios. En cuanto a mi fracaso y mi duelo se aligeraron. Tengo más fuerza y, como decía aquel viejo malevo de la tele, *no pregunto cuántos son sino que vayan saliendo*.
Pero no se preocupen, ya se me va a pasar. O mejor dicho, a tres días de haber vuelto al Instituto, ya se me está pasando.
Y la termino acá, mejor. Todo aquello parece un sueño lejano y no sea cosa que cometa un magnicidio para luego instaurar *Pandora** en la República Argentina.
Graciela, clavo y canela.
* El que no vio *Avatar* se embroma.
"Lo difícil se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida".
Partí de Retiro con un calor premonitoriamente lluvioso. Fue cuestión de poner un pie en la terminal para que cayeran alcauciles de punta. No importa, me dije, según la Biblia, el agua higieniza los pecados y yo, además de dejar solo a mi gato, haberme robado un día de más en el trabajo, pelearme con el coreano de enfrente por el precio de una barrita Ser de cereales y fumarme una hoja de mi potus para alucinarme, estaba absolutamente dispuesta a dejar a mi hijo durante quince días para que sobreviviera sin tanta mermelada que le da la madre y que por eso el nene no se digna nunca a mover las cachas y autoabastecerse. Gato y BB yo me voy, que la vida los proteja, dios proveerá como dice la tía Picha.
Dos valijas, dos. A santo de qué, no sé, pero a mí me gusta estar tranquila a la hora de querer ponerme un vestido elegante y sorprender en la comida de la noche, incluida en el paquete turístico junto con el desayuno, una bicoca, mirevea. Y de elegante sport. Y a la que te criaste, también. Zapatillas, abrigos, laptop, libros, toallas (¿para qué toallas?) bikinis (buéh, no ocupan tanto, son trapitos) etc, etc, etc… Eso sin contar los libros y los cuadernos de notas para mi novela y el almohadón bordó que uso como osito. Pero fue subir al bus y sentirme pura y liviana como Las Meninas de Velásquez.
La vida y la dialéctica nos enseñan que toda cosa, en el momento menos esperado, se convierte en su contrario. Y de sudar como una milonguita al horno, pasé a congelarme por el aire acondicionado, guarangamente al límite de su gélida potencia. Menos mal que Rivotril, que agua fría carísima y a precio euro. Menos mal que de un sorbo me bajé dos de dos y entonces abrí el primer ojo casi en Villa del Dique, porque el otro se desplegó totalmente en Villa Gral. Belgrano, destino final del micro, pero no mío. Todavía faltaban los 40 km de ripio y entonces sí, entonces La Cumbrecita. Tomé un remís, como cuadra a una señora de sangre azul, y la dulce niña que conducía (era una taxiwoman) me elevó bajo la lluvia por un camino de moco hasta el pintoresco y alemanísimo Hotel La Cumbrecita.
Me esperaba Nico y, no fue más que ver su rostro y sus pectorales, para saber que la cosa empezaba maravillosamente. Desaparecieron mis molestas valijas gracias a la silenciosa eficiencia de un botones y, luego de registrarme, fui conducida hacia la habitación 21 que, no sé por qué, me pareció un buen presagio. Miren si me tocaba el 22, una desgracia.
Cuando paró de llover, allá fue esta damisela a conquistar los destinos turísticos y las altas cumbres, no sin antes estudiar escrupulosamente las fotografías de los precursores que forjaron, no sólo ese hotel inaugural en la región y punto de partida de esa inocente y montañosa aldea que en lo profundo de sus recovecos escondería antaño una sucursal del Tercer Reich; sino, también, la ideología arquitectónica que no permitía despegarse un ápice de la estética tirolesa, y que colgaban de la pared a lo largo de la maldita y encerada escalera que pretendió asesinarme la primera noche, tirándome escalones abajo y golpeándome heilhitlermente la rodilla derecha y el hombro izquierdo. No me vas a ganar, víbora enroscada, yo soy tan alemana como vos. Me levanté con la obstinada decisión de hacer oídos sordos a los dolores y seguir mi camino que, al otro día, me transportaría a la capilla, al Cementerio y al engañoso y condenado Camino del Indio.
Juro que casi lo bendigo a Roca. Ese "divertisísimo" destino no era más que una explanada pelada y pétrea, con una roca ridícula simulando un rostro asombrado (ya enviaré foto) y un abismo… un infinito y absorbente abismo que me dejó estaqueada al piso y sin poder proyectar un músculo, despabilar una neurona para razonar mentalmente un estratagema de salida. Nada. Ninguna operación mental a mano. Sólo pánico, horror y vértigo que me hizo llamar por móvil a mi psiquiatra (lo juro) y decirle que los antropólogos del futuro encontrarían allí mis preciados huesos dando testimonio de una raza perdida. Que no bajo, te digo, que tengo un ataque de angustia propio de King Kong y que yo no me muevo, así que la deuda de sesiones pasadas te la va a pagar magoya. Calmate, dijo él, respirá hondo, ya va a venir alguien y bajás con ellos. No viene nadie. Va a venir, cómo no va a venir, y vos vas a bajar como Rebecca Una mujer inolvidable en la casona del marido desalmado. Ahora te dejo porque tengo una paranoide acostada en el sillón, llamame cuando llegues al hotel, clack. Tenía razón el hombre, vinieron, me ayudaron, me acompañaron y yo terminé a las puteadas con el Indio, y el camino del Indio, y el caballo que le hizo el camino a ese estúpido Indio.
Pero ya me había vacunado. Lo demás fue agua va. Subir y bajar, ver ollas y ríos y cascadas. Subir y bajar. Visitar el Museo de piedras. Subir y bajar. Caminar por el pueblo que ocupa doscientos metros. Subir y bajar. Darte cuenta que esa gente (los 500 habitantes estables) odian al turista porque no hay nada que no sea artículos "regionales", tres bares, un quiosco, un minimercado, una farmacia, que de farmacia tiene lo que tengo yo de Carmelita, un puesto de turismo, la cana y vacas. Eso es todo. Ni librería, ni laverap, ni cajero ni nada que te pueda resolver un problema súbito. Vaya a la Villa, acá no hay, te dicen sonrientes, o lo que en Prusia podría ser llamado una sonrisa.
Yo me llevé cinco libros, entre ellos, uno de Clara Obligado. Y suerte que el hotel tiene biblioteca porque a los tres días ya me los había devorado y minga de comprar sin tener que hacer 40 kms. Conocí gente, me sobreoxigené, escribí algo y organicé mi novela, subí y bajé, descubrí -gracias a la biblioteca- el impresionante mundo de Raymond Chandler en tres novelas suyas que me limaron la cabeza. Después Faulkner y otra vez Chandler, hasta que…
Y ahora, chitón todo el mundo.
Peñón del Águila. Complejo de actividades deportivas de alto riesgo. Por supuesto que restaurante, bar, casa de tortas típicas, playita, obra de teatro cuyo tema no era la vaca sino la cerveza y montón de trastornados que hacían una cosa en el aire a la que yo de ninguna manera me iba a prestar. Por supuesto, te cobran hasta para tirarte un pedo, pero la vista era prodigiosa y yo estaba con una japonesita que conocí en el hotel y que coincidía conmigo en que ese asunto de las tirolesas era para gente desquiciada y suicida. De ningunísima manera voy a subir, yo que soy una enferma grave de vértigo, yo que odio las alturas, yo que tengo pánico y fobias para regalar hasta en Semana Santa, yo que me mareo, yo que me desmayo si miro para abajo, yo que… ¡vamos! Vení conmigo y no digas una sola palabra, a ver usted jovencito me da inmediatamente la pulsera para hacer arborismo y tirolesa y rapell. Y antes de decir culo sucio, ya estábamos presas dentro de los arneses y los guantes de cuero y el casco (¿para qué será el casco? ¿por si te caés de cabeza? raro) caminando por puentes colgantes, troncos y sogas anudadas entre hermosos pinos que cubrían lo que vendría después, la verdadera aventura, la locura que súbitamente afrontaría una compulsiva como yo.
Fue mirar hacia el costado y ver la nada. Me engancharon a un cable de acero me dijeron dos o tres chistes y allá salió la Canela volando por los aires sobre un río que, desde arriba, parecía un hilo de pis de gato, ay. Y me faltaban cuatro más. Y me faltaba el rapell. En la quinta cuerda juro que casi lloro, la más empinada, la más desprovista de puntos de apoyo, la más alta, la muy zorra a 60 mts. Mi corazón, madrecita, mi taquicardia. El monitor (así llaman a los muchachos entrenados que te acompañan) le hizo hacer silencio a todo el mundo y me intentó calmar tan encantadoramente que, por poco, no se recita un poema de Neruda. Cómo habrán sido mis nervios que apreté tanto el cable y me quedé a medio camino, colgada en la inmensidad de la serranía y maldiciendo hasta el día en que nací. Ellos nos habían explicado cómo hacer en esos casos, cuando el envión no alcanza para llegar. Pero yo estaba tan asustada, mierda, que andar haciendo piruetas con mi vértigo a cuestas me llevó a pensar muchas cosas de las cuales, tal vez, en otra oportunidad relataré.
La cuestión es que me di vuelta, retrocedí con las manos y, cuando el monitor me agarró por fin, yo pensé que había pasado un lustro, no me sueltes por lo que más quieras en el mundo, me muero aquí mismo si me soltás. Divino el pibe, muy bien entrenado. Yo no podía dar un paso más. Los dioses estuvieron de mi lado. Curiosamente, el rapell se suspendió porque lloviznaba y se vuelve peligroso descender con las paredes húmedas. En cuanto a mí, con las cinco tirolesas me bastó y me sobró algo hasta para el inicio del 2090.
Me siento la mujer maravilla.
Por último, una anécdota que pinta lo que es Cumbrecita. Fui a un negocio muy clásico del lugar donde venden botitas de lana tejida para el invierno y que me recomendaron comprar sin falta. Al entrar, escuché una emisora de radio cantando loas de Macri y de lo bien que se estaría en Capital a partir de ahora, cómo no. Nada de cartoneros, de suciedad, cárcel a la delincuencia y puerto libre de villas. En un rincón, colgaban de un perchero remeras con el dibujo de un acorazado, y en alemán, escrito en letras góticas, se nombraba al Graf Spee. Mi termostato paciencial ya estaba en punto 6 escala Richter. Pedí mi número de calzado y me probé las botas. La alemana (porque ésa sí que era una alemana) dijo: no vacha a pizarrrr en pizo. No señora, quédese tranquila, seré un tanto torpe pero algo entiendo de comprar zapatos, le mastiqué mientras apoyaba la izquierda sobre mi zapatilla. Perrrrre que le doy un diarrrrio, dijo. Yo lo tomo sin mirar, lo tiro al piso y, antes de estampar mi pata encima, veo la foto de… ¿quién? Sí, camarad*s: de… ¡Fidel Castro! Agarré el diario y, en perfecto castellano, le dije: Disculpe, señora, cada cual tiene su tara, vio, pero yo no pienso ponerle encima los pies a Fidel, a sí que tome esta hoja que con esta otra me alcanza, aunque mejor envuélvame todo rápido que me urge ir al baño, sabe, y si sigo tardando con este asunto me hago pis acá mismo.
Ay, perrrrdón, dijo, pensé que errra Alfonsín… y yo casi estreno una tumba en el Cementerio.
Foto de la camiseta en homenaje al Graff Spee vendidas en La Cumbrecita.
Confieso que no tendría que haberme llevado las botitas, pero las compre. Y por eso, está muy bien que me haya violentado con mi vértigo. Y subido y bajado hasta reventar. Y mojado y secado en las largas y extenuantes caminatas. Porque el pecado de no haberle metido sus preciosas zapatillitas, una en cada una de sus repugnantes y nacionalsocialistas orejas a la alemana, no es algo que pueda resolverse con tres Padrenuestros y cuatro Ave Marías.