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    La perra en la Cumbrecita por Graciela Holfeltz
    sábado, 1 de marzo de 2008

    Video sobre La Cumbrecita.


    Partí de Retiro con un calor premonitoriamente lluvioso. Fue cuestión de poner un pie en la terminal para que cayeran alcauciles de punta. No importa, me dije, según la Biblia, el agua higieniza los pecados y yo, además de dejar solo a mi gato, haberme robado un día de más en el trabajo, pelearme con el coreano de enfrente por el precio de una barrita Ser de cereales y fumarme una hoja de mi potus para alucinarme, estaba absolutamente dispuesta a dejar a mi hijo durante quince días para que sobreviviera sin tanta mermelada que le da la madre y que por eso el nene no se digna nunca a mover las cachas y autoabastecerse. Gato y BB yo me voy, que la vida los proteja, dios proveerá como dice la tía Picha.

    Dos valijas, dos. A santo de qué, no sé, pero a mí me gusta estar tranquila a la hora de querer ponerme un vestido elegante y sorprender en la comida de la noche, incluida en el paquete turístico junto con el desayuno, una bicoca, mirevea. Y de elegante sport. Y a la que te criaste, también. Zapatillas, abrigos, laptop, libros, toallas (¿para qué toallas?) bikinis (buéh, no ocupan tanto, son trapitos) etc, etc, etc… Eso sin contar los libros y los cuadernos de notas para mi novela y el almohadón bordó que uso como osito. Pero fue subir al bus y sentirme pura y liviana como Las Meninas de Velásquez.

    La vida y la dialéctica nos enseñan que toda cosa, en el momento menos esperado, se convierte en su contrario. Y de sudar como una milonguita al horno, pasé a congelarme por el aire acondicionado, guarangamente al límite de su gélida potencia. Menos mal que Rivotril, que agua fría carísima y a precio euro. Menos mal que de un sorbo me bajé dos de dos y entonces abrí el primer ojo casi en Villa del Dique, porque el otro se desplegó totalmente en Villa Gral. Belgrano, destino final del micro, pero no mío. Todavía faltaban los 40 km de ripio y entonces sí, entonces La Cumbrecita. Tomé un remís, como cuadra a una señora de sangre azul, y la dulce niña que conducía (era una taxiwoman) me elevó bajo la lluvia por un camino de moco hasta el pintoresco y alemanísimo Hotel La Cumbrecita.

    Me esperaba Nico y, no fue más que ver su rostro y sus pectorales, para saber que la cosa empezaba maravillosamente. Desaparecieron mis molestas valijas gracias a la silenciosa eficiencia de un botones y, luego de registrarme, fui conducida hacia la habitación 21 que, no sé por qué, me pareció un buen presagio. Miren si me tocaba el 22, una desgracia.

    Cuando paró de llover, allá fue esta damisela a conquistar los destinos turísticos y las altas cumbres, no sin antes estudiar escrupulosamente las fotografías de los precursores que forjaron, no sólo ese hotel inaugural en la región y punto de partida de esa inocente y montañosa aldea que en lo profundo de sus recovecos escondería antaño una sucursal del Tercer Reich; sino, también, la ideología arquitectónica que no permitía despegarse un ápice de la estética tirolesa, y que colgaban de la pared a lo largo de la maldita y encerada escalera que pretendió asesinarme la primera noche, tirándome escalones abajo y golpeándome heilhitlermente la rodilla derecha y el hombro izquierdo. No me vas a ganar, víbora enroscada, yo soy tan alemana como vos. Me levanté con la obstinada decisión de hacer oídos sordos a los dolores y seguir mi camino que, al otro día, me transportaría a la capilla, al Cementerio y al engañoso y condenado Camino del Indio.

    Juro que casi lo bendigo a Roca. Ese "divertisísimo" destino no era más que una explanada pelada y pétrea, con una roca ridícula simulando un rostro asombrado (ya enviaré foto) y un abismo… un infinito y absorbente abismo que me dejó estaqueada al piso y sin poder proyectar un músculo, despabilar una neurona para razonar mentalmente un estratagema de salida. Nada. Ninguna operación mental a mano. Sólo pánico, horror y vértigo que me hizo llamar por móvil a mi psiquiatra (lo juro) y decirle que los antropólogos del futuro encontrarían allí mis preciados huesos dando testimonio de una raza perdida. Que no bajo, te digo, que tengo un ataque de angustia propio de King Kong y que yo no me muevo, así que la deuda de sesiones pasadas te la va a pagar magoya. Calmate, dijo él, respirá hondo, ya va a venir alguien y bajás con ellos. No viene nadie. Va a venir, cómo no va a venir, y vos vas a bajar como Rebecca Una mujer inolvidable en la casona del marido desalmado. Ahora te dejo porque tengo una paranoide acostada en el sillón, llamame cuando llegues al hotel, clack. Tenía razón el hombre, vinieron, me ayudaron, me acompañaron y yo terminé a las puteadas con el Indio, y el camino del Indio, y el caballo que le hizo el camino a ese estúpido Indio.

    Pero ya me había vacunado. Lo demás fue agua va. Subir y bajar, ver ollas y ríos y cascadas. Subir y bajar. Visitar el Museo de piedras. Subir y bajar. Caminar por el pueblo que ocupa doscientos metros. Subir y bajar. Darte cuenta que esa gente (los 500 habitantes estables) odian al turista porque no hay nada que no sea artículos "regionales", tres bares, un quiosco, un minimercado, una farmacia, que de farmacia tiene lo que tengo yo de Carmelita, un puesto de turismo, la cana y vacas. Eso es todo. Ni librería, ni laverap, ni cajero ni nada que te pueda resolver un problema súbito. Vaya a la Villa, acá no hay, te dicen sonrientes, o lo que en Prusia podría ser llamado una sonrisa.

    Yo me llevé cinco libros, entre ellos, uno de Clara Obligado. Y suerte que el hotel tiene biblioteca porque a los tres días ya me los había devorado y minga de comprar sin tener que hacer 40 kms. Conocí gente, me sobreoxigené, escribí algo y organicé mi novela, subí y bajé, descubrí -gracias a la biblioteca- el impresionante mundo de Raymond Chandler en tres novelas suyas que me limaron la cabeza. Después Faulkner y otra vez Chandler, hasta que…


    Y ahora, chitón todo el mundo.


    Peñón del Águila. Complejo de actividades deportivas de alto riesgo. Por supuesto que restaurante, bar, casa de tortas típicas, playita, obra de teatro cuyo tema no era la vaca sino la cerveza y montón de trastornados que hacían una cosa en el aire a la que yo de ninguna manera me iba a prestar. Por supuesto, te cobran hasta para tirarte un pedo, pero la vista era prodigiosa y yo estaba con una japonesita que conocí en el hotel y que coincidía conmigo en que ese asunto de las tirolesas era para gente desquiciada y suicida. De ningunísima manera voy a subir, yo que soy una enferma grave de vértigo, yo que odio las alturas, yo que tengo pánico y fobias para regalar hasta en Semana Santa, yo que me mareo, yo que me desmayo si miro para abajo, yo que… ¡vamos! Vení conmigo y no digas una sola palabra, a ver usted jovencito me da inmediatamente la pulsera para hacer arborismo y tirolesa y rapell. Y antes de decir culo sucio, ya estábamos presas dentro de los arneses y los guantes de cuero y el casco (¿para qué será el casco? ¿por si te caés de cabeza? raro) caminando por puentes colgantes, troncos y sogas anudadas entre hermosos pinos que cubrían lo que vendría después, la verdadera aventura, la locura que súbitamente afrontaría una compulsiva como yo.

    Fue mirar hacia el costado y ver la nada. Me engancharon a un cable de acero me dijeron dos o tres chistes y allá salió la Canela volando por los aires sobre un río que, desde arriba, parecía un hilo de pis de gato, ay. Y me faltaban cuatro más. Y me faltaba el rapell. En la quinta cuerda juro que casi lloro, la más empinada, la más desprovista de puntos de apoyo, la más alta, la muy zorra a 60 mts. Mi corazón, madrecita, mi taquicardia. El monitor (así llaman a los muchachos entrenados que te acompañan) le hizo hacer silencio a todo el mundo y me intentó calmar tan encantadoramente que, por poco, no se recita un poema de Neruda. Cómo habrán sido mis nervios que apreté tanto el cable y me quedé a medio camino, colgada en la inmensidad de la serranía y maldiciendo hasta el día en que nací. Ellos nos habían explicado cómo hacer en esos casos, cuando el envión no alcanza para llegar. Pero yo estaba tan asustada, mierda, que andar haciendo piruetas con mi vértigo a cuestas me llevó a pensar muchas cosas de las cuales, tal vez, en otra oportunidad relataré.

    La cuestión es que me di vuelta, retrocedí con las manos y, cuando el monitor me agarró por fin, yo pensé que había pasado un lustro, no me sueltes por lo que más quieras en el mundo, me muero aquí mismo si me soltás. Divino el pibe, muy bien entrenado. Yo no podía dar un paso más. Los dioses estuvieron de mi lado. Curiosamente, el rapell se suspendió porque lloviznaba y se vuelve peligroso descender con las paredes húmedas. En cuanto a mí, con las cinco tirolesas me bastó y me sobró algo hasta para el inicio del 2090.


    Me siento la mujer maravilla.


    Por último, una anécdota que pinta lo que es Cumbrecita. Fui a un negocio muy clásico del lugar donde venden botitas de lana tejida para el invierno y que me recomendaron comprar sin falta. Al entrar, escuché una emisora de radio cantando loas de Macri y de lo bien que se estaría en Capital a partir de ahora, cómo no. Nada de cartoneros, de suciedad, cárcel a la delincuencia y puerto libre de villas. En un rincón, colgaban de un perchero remeras con el dibujo de un acorazado, y en alemán, escrito en letras góticas, se nombraba al Graf Spee. Mi termostato paciencial ya estaba en punto 6 escala Richter. Pedí mi número de calzado y me probé las botas. La alemana (porque ésa sí que era una alemana) dijo: no vacha a pizarrrr en pizo. No señora, quédese tranquila, seré un tanto torpe pero algo entiendo de comprar zapatos, le mastiqué mientras apoyaba la izquierda sobre mi zapatilla. Perrrrre que le doy un diarrrrio, dijo. Yo lo tomo sin mirar, lo tiro al piso y, antes de estampar mi pata encima, veo la foto de… ¿quién? Sí, camarad*s: de… ¡Fidel Castro! Agarré el diario y, en perfecto castellano, le dije: Disculpe, señora, cada cual tiene su tara, vio, pero yo no pienso ponerle encima los pies a Fidel, a sí que tome esta hoja que con esta otra me alcanza, aunque mejor envuélvame todo rápido que me urge ir al baño, sabe, y si sigo tardando con este asunto me hago pis acá mismo.

    Ay, perrrrdón, dijo, pensé que errra Alfonsín… y yo casi estreno una tumba en el Cementerio.


    Foto de la camiseta en homenaje al Graff Spee vendidas en La Cumbrecita.



    Confieso que no tendría que haberme llevado las botitas, pero las compre. Y por eso, está muy bien que me haya violentado con mi vértigo. Y subido y bajado hasta reventar. Y mojado y secado en las largas y extenuantes caminatas. Porque el pecado de no haberle metido sus preciosas zapatillitas, una en cada una de sus repugnantes y nacionalsocialistas orejas a la alemana, no es algo que pueda resolverse con tres Padrenuestros y cuatro Ave Marías.


    Also Sprach Graciela Holfeltz
    Mensaje original de la lista librosgratis.










    Foto de Graciela, clavo y Canela



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    posted by Algunas libros gratis en Internet @ 8:38 p.m.  
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