Nuestro apoyo a las tomas de los colegios en la Ciudad de Buenos Aires, posible lectura:"La Escuela de Noche" de Cortázar y sugerencias para descargar música y escribir una crónica.
"MOSCÚ, BÉLGICA (Bélgica, 2008) reúne a un camionero que constantemente viaja a Italia con una dama que casi nunca sale de su barrio de una pequeña ciudad belga. Ni el camionero representa el imaginario colectivo que se ha instalado sobre la profesión, ni la dama se comporta exactamente como se suponía, algunos años atrás o ahora mismo, lo hacían o hacen las señoras con hijos. Por lo pronto él, que aún no ha cumplido los 30 años de edad, es un hombre de trabajo, rudo pero tierno, intransigente en sus negocios pero soñador en lo que al resto de su vida refiere; su mujer, a quien veremos en un par de escenas, lo abandonó por un hombre más rico. Ella, que ya ha cumplido los 40, es trabajadora, ama de casa, malhablada, malhumorada y madre de dos hijos que cría como puede, mal que les pese a ambos, que al principio no la entienden, después quizás sí; su ex marido, por su parte, también la dejó, en este caso por una mujer más joven. A esta segunda mujer también la veremos en un par de escenas. Pero la película, que consagró al director Christophe van Rompaey, sigue con entusiasmo a los dos enamorados “tardíos”, que como los viejos modelos del género “comedia romántica de Hollywood de los años cuarenta” al principio se pelean y se llevan mal, y después también, pero eso ya no importa. Lo que sí importa es la movilidad (social, espiritual, sentimental, viajera) y la posibilidad o chance de cambiar y de aferrarse a algo que el relato le atribuye a estos dos individuos tan reconocibles, queribles, europeos y universales."
"Coproducción Polonia, Gran Bretaña y Alemania. Ambientada en Londres (aunque en realidad se rodó en su mayoría en Alemania), Deep End es una critica muy dura a la llamada revolución sexual con sus arquetipos desde el que se inicia, a la reprimida (con una simpática escena teniendo problemas con un extintor, muy sutil) pasando por un profesor de natación que se “aprovecha” de adolescentes con la desaprobación de la protagonista (hace suponer que ella lo sufrió en sus carnes).
Mike (John Moulder Brown) es un adolescente de 15 años (en realidad ya tenia 18 cuando hizo la película) que tras dejar la escuela es pone a trabajar como ayudante de los hombres en un baño publico en los barrios bajos de Londres. Tiene como compañera a Susan (Jane Asher) una atractiva pelirroja quien le propone intercambiar sus clientes femeninos por los masculinos de el, "puedes ganar mucho dinero con solo seguirles el juego" Michael posiblemente por su timidez ó estupidez ó simplemente ambas cosas no sabe aprovechar.
Michael ingenuo y idealista pronto enamora enfermizamente de Susan, mientras que ella juega inocentemente con el, Susan es cruel y totalmente manipuladora con los hombres, se cree una mujer moderna va de cama en cama tratando de elevar su estatus social, es una persona totalmente confusa se podría resumir en una frase dicha por ella misma "como se supone que debería de ser". Posiblemente el hecho de que esa una mujer por decirlo de alguna manera hecha por los hombres, el deseo de Michael se convierte en una obsesión una inquietante obsesión…"
Sinopsis: Tras un enfrentamiento en un campus universitario entre estudiantes y policías, un joven de familia acomodada, Mark, cree haber matado a un agente y huye, en compañía de otro joven y tras robar una avioneta, al desierto de Arizona. Allí se encuentra de un modo fortuito con Daria, una muchacha que trabaja para un abogado, director de un importante proyecto inmobiliario, y que está cruzando el desierto en automóvil para asistir a una reunión de negocios. (FILMAFFINITY)
Encontre , en uno de los newsletters que recibo sobre tecnología, este comentario. Lo escribe Bob Rankin y hasta ahora no he encontrado razón para no recomendarlo.
¿Cuánto dura un CDROM?
Como con cualquier medio que se utilice para hacer backup (sea diskette, cinta o CDROM) la vida útil de los datos registrados resulta ser una consideración de suma importancia. Las pruebas de envejecimiento acelerado que han sido realizadas por Kodak consu disco Infoguard CD-R, muestran que la información registrada debería durar 200 años. La empresa TDK señala que sus discos durarán “alrededor de 100 años”. Otros cuentan historias de horror de CDs sin nombre que fueron grabados por ellos y que a los pocos meses ya no eran legibles.
Los fabricantes de CDROM informan que si los discos se guardan en entornos secos y frios, eso colaborará a prolongar la vida útil de los mismos, mientras que la exposición directa a la luz solar y las impresiones digitales en su plato, pueden causarle daño. Una buena regla de conducta, entonces, resulta la de adquirir CDs de marca, tratarlos según las normas indicadas mas arriba, y no esperar que duren mas allá decinco años.
Pero aún si la información contenida en su CDROM se mantuviese intacta durante veinte años, ¿dispondremos en ese momento de las lectoras necesarias?. La tecnología cambia muy rápidamente. ¿Cuántos años hace que vió por ultima vez una computadoracon diskettera para discos de 5,25 pulgadas?. Y hasta los de 3,5 pulgadas son ya una especie en vías de extinción, puesto que las computadoras que se adquieren ahora carecen de esa lectora. En unas décadas también los CDs pueden haber pasado a la historia.
Mi consejo es que replantee su estrategia de backup en plazos cortos y re-copie toda la información crítica a medios nuevos del mismo tipo. Y ahora que los pen-drives USB están bajando de precio, puede considerarlos como una alternativa a los CDROM.
Reparación de CDs.
Aún siendo cuidadoso, los CDs pueden rayarse y resultar poco confiables o directamente ilegibles. Hace algunos años leí un artículo sobre la Curación con Pasta Dental. Suena bastante disparatado, pero les aseguro que ha revivido varios CDs cuando yo presuponía que estaban difuntos. A continuación la técnica utilizable:
Primero lavar el disco con agua caliente y jabón suave para eliminarlas impresiones digitales o marcas de característicassimilares. Secarlos a continuación con una toalla que no deje pelusas y pruebe el resultado. Si no es legible, ¡usar Colgate!.
Friccione suavemente el discocon la pasta dental (pasta, no gel) en sentidoRADIAL (no circular), desde el centro hasta el borde externo. A continuación lavarlo otra vez y probar el resultado en la lectora.
Algunaspersonas señalan haber tenido éxito utilizando pastas de lustrar automóviles u objetos de plata, en lugar de la pasta dental. La idea es que las pequeñas rayaduras serán eliminadas y que algo del material pulidor quedará en el disco rellenando todas las irregularidades remanentes en la superficie óptica. Pero como este material puede terminar desprendiéndose o pegoteando la lectora, lo razonable es hacer, de in mediato, una copia en disco nuevo y descartar el original.
No siempre resulta, pero vale la pena intentar cuando la única alternativa es tirar el CD rayado. En algunos mercados se encuentran pastas especificas para esta tarea, marcas WipeOut! o DiscWasher. Información sobre ellas puede hallarse en Internet.
El largometraje de Peter Bogdanovich es la clara referencia de la vital época de cambios que fueron los 70 dentro del mundo del cine. A mi entender la etapa más rica y ecléctica en cuanto a géneros (con sus deconstrucciones totales y visiones más cercanas al clasicismo ya pasado), realizadores y sobretodo películas, los años 70 fueron una balsa de aceite demasiado calmada en la que sólo aquellos que demostraron valer, siguen demostrándolo hoy (ahí están Spielberg, Allen, Coppola, Scorsese, Lucas... por poner los cinco ejemplos más claros) y los que demostraron ser fruta de temporada, se marchitaron con el tiempo (y sus propias películas) quedando reducidos a meras caricaturas de lo que pudieron haber sido, y si no que se lo digan a Bob Rafelson, William Friedkin y el mismo Bogdanovich.
Aunque si bien es cierto que la tendencia más generalista a la hora de enfocar el cine fue la de romper con el pasado y darle una cara moderna a las películas en cuanto al tratamiento formal influido sobremanera por el cine Europeo de la época, y en concreto cineastas como Antonioni o la ya lejana nouvelle vague, ciertos cineastas intentaron encontrar su camino retornando a la pureza del pasado, reviviendo sus orígenes, demostrando que para hacer algo moderno siempre tienes que mirar atrás primero, porque de esas fuentes son las que has de beber para crear un nuevo arroyo. De hecho, las mejores películas de la década así lo certifican. Polanski realizó Chinatown (Chinatown, 1974) como si de una película de Phillip Marlowe se tratara. Justo antes, Peckinpah volvió al oeste para ofrecernos una elegía poética a los tiempos pretéritos como fue La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970) para realizar posteriormente el western más triste y poético jamás filmado, Pat Garrett & Billy the Kid (Patt Garrett & Billy the Kid, 1973), aunque quien se llevó la palma fue el maestro Francis con su saga sobre los Corleone.
Películas todas ellas en definitiva más modernas que las pretendidamente rompedoras y transgresoras que buscaban el efecto fácil o la innovación por la innovación, frente a la verdadera trayectoria trazada con paso firme por las huellas del pasado que son las que nos hacen guiar el camino hacia el futuro.
Bogdanovich, cinéfilo hasta la médula y consciente de ello, para su primera aproximación seria tras la cámara (su dirección de Targets en 1968 para Corman no cuenta) se apropió de la novela de Larry Macmurtry que bajo el mismo título es un desesperanzado retrato de la América de los 50, que el cineasta retoca para hacerlo global a una América actual y futura que despedaza sin piedad dejando la esperanza abandonada en una polvorienta calle de un minúsculo pueblo.
Estructurada en torno al cine y a la vida cotidiana de un pueblucho de la América profunda, Bodanovich rasga con su bisturí una cara nada amable de una sociedad en la que él ya no cree, desesperanzada, sin ilusión y sin futuro, siendo lo más coherente el personaje del León (un magnífico Ben Johnson galardonado con el oscar), el referente del pasado, un pasado que siempre fue mejor (esos "glory days" que nunca van a volver). El León representa todas las tradiciones y significados no ya de América en sí, sino del propio cine. El cowboy desclasado, tantas veces visto en los westerns crepusculares que no tiene lugar en la nueva vida que se abre, pero que a diferencia de otras veces, ésta vida no es mejor que la anterior, es peor y ni siquiera lucha contra ella, se limita a verla pasar.
La disección que hace Bogdanovich de su país es el claro ejemplo que gente como Springsteen trasladó en su música. Gente olvidada y olvidable, vidas monótonas en las que no pasa nada cuya mejor salida es la guerra de Corea que les espera a los muchachos o esperar proposiciones de ricos hombres en el caso del personaje de Cybill Sheperd. Son perdedores que no dejan la ciudad para ganar, no luchan por salir de su atolladero, siguen y siguen, como el León, viendo la vida pasar hasta que otra generación pasará por delante de ellos y se darán cuenta entonces que ya no son el futuro sino que son el pasado.
Desgarradoramente melancólica, la película es un ejercicio de nostalgia elevado al paroxismo. Es tal la agonía que desprenden sus imágenes que incluso puede llegar a doler. A través de la vida ordinaria de dos chicos del pueblo y sus relaciones con las mujeres, sus iniciaciones, su separación...su vida, el cineasta no hace otra cosa que poner de relieve el sentimiento existencial del paso de la adolescencia a la madurez. Ese paso que hemos vivido todos pero que sin duda en ese pueblo en 1951 debió de ser mucho más difícil. Una etapa donde cada acto nos marca nuestras decisiones futuras, una época de transición donde el director se preocupa en que entendamos que no va a haber ninguna transición. Eso va a quedarse ahí de por vida.
Los personajes son seres perdidos, la mayoría perdedores que el que más suerte tiene es un amargado y resentido. Las diferentes relaciones que se establecen entre Sam Bottoms y la esposa de su profesor, o Cybil Sheperd o el amante de su madre, no es más que una búsqueda desesperada de amor y comprensión en un ambiente donde no hay cabida para sentimientos reales, como lo muestra la magnífica secuencia donde el León "salva" al chico deficiente de las garras de la prostituta por imposición de sus amigos o el momento después de la primera relación sexual (frustrada) entre Jeff Bridges y Cybill Sheperd, esperando todos los coches fuera de la habitación del motel mientras las amigas entran y la encuentran a ella ennubilada, mintiendo para salvaguardar el rechazo que ha sufrido por parte de Bridges. Esas apariencias en las que vive un puñetero pueblo perdido de la mano de dios donde la máxima distracción es la escapada de los dos amigos a México un fin de semana, que más que una evasión momentánea es una huída en toda regla de un lugar que Bogdanovich filma magistralmente para que nos produzca todo tipo de sensaciones malsanas invitándonos a apretar el acelerador cualquier vez que lleguemos a un pueblucho así. Esa según Bogdanovich es América, la real, la pura, la genuina.
Devorador incansable de películas y cinéfilo empedernido como he apuntado antes, Bogdanovich se refugia en el cine como método de salvación. El cine del pueblo que quedará derruido, otra vez ese símbolo del pasado que deja paso a un futuro peor y servirá como la última unión de los dos amigos reencontrados viendo Río Rojo de Hawks, película acerca del pasado y del futuro representada por Wayne y Clift y que es un representante claro de esos Glory Days que vivió la vida...y el cine. De vital importancia dentro de la película a nivel simbólico, el cine se erige en el último bastión que queda por derrumbar, ese mástil al que agarrarse, pero que una vez derruido todo volverá a su tranquilo cauce, el cauce de la monotonía presidido por la angustia de la soledad. Sam Bottoms volverá con su profesora, Bridges se irá a la guerra para seguramente no volver, y así sucesivamente. El único que parece haber salido de ahí es el León, que ha necesitado morir para alejarse de ahí.
Rodada en blanco y negro por consejo de su amigo Orson Welles para darle mayor verosimilitud a una época ya olvidada, el cineasta emplea su mayor talento para filmar esos tempos muertos donde no pasa nada, tan solo provocan desasosiego y angustia. Espacios abiertos y vacíos filmados con gran angular para destacar los fondos tan grandes que oprimen, Bogdanovich utiliza el espacio de forma magistral para encerrarnos dentro con ellos y desear en un anhelo de encontrarnos lo más alejados posibles de ahí, el nunca volver a ese lugar.
La posterior evolución fílmica de Peter Bogdanovich fue una lástima ya que su carrera, a pesar de contener un par de buenas películas posteriores a ésta, cayó en barrena siendo hoy un cineasta olvidado y un director relegado a tv movies y películas de poca enjundia. Aún así, consciente de ello, el propio director se ríe porque un día hablando con Welles, Bogdanovich le espetó su preocupación diciéndole que para ser alguien en el mundo del cine, necesitabas un par de grandes películas y entonces serías recordado.
Welles (otro icono del pasado), con esa voz grave y profunda le miró y contestó: "No, you only need one".
Pues bien, Bogdanovich la tiene, y por ella será recordado. Lo merece.
Llovía y hacía frío en Río de Janeiro, aunque suene increíble. Frío en serio, casi de los nuestros, y tres días seguidos lloviendo. Y era mi último día allá, y lo tenía libre. Así fui a parar a la casa más linda y más triste que vi en mi vida. Fui porque me dijeron que era un museo y que podría encontrar cosas sobre Ana Cristina Cezar, la Alejandra Pizarnik brasileña. Lluvia, frío y poeta suicida en la ciudad del sol, el mar y la alegría, ¿cómo me lo iba a perder?
La casa era una mansión con pileta y cascada propia clavada en medio de un morro, modernísima cuando se inauguró en 1951 (vidrio, hormigón y vegetación tropical combinados en grado supremo de elegancia). La mandó construir el banquero y embajador y amante del arte y filántropo Walter Moreira Salles, quien tuvo tres hijos en esa casa, y fue feliz allí por veinte años con su familia y sus invitados (desde Greta Grabo hasta Juscelino Kubitschek), hasta que un día todo terminó: separación de los padres, los hijos que crecen y se van yendo ellos también, la casa queda abandonada, el tupido bosque tropical que la separaba de la favela Rocinha va adelgazándose cada vez más, hasta que la familia la dona al Estado convertida en el exquisito museo y sala de exposiciones y centro cultural que es hoy. Cuando digo la familia me refiero a los cuatro hijos que se fueron yendo de aquella casa, que hoy son el cineasta Walter Salles; el banquero Pedro Moreira Salles, capo del poderosísimo Unibanco; el creador de la editorial Companhia das Letras, Fernando Moreira Salles; y el más tímido y menos conocido de los cuatro hermanos, el que importa en esta historia: el documentalista Joao Moreira Salles.
Hay casas que hablan. Hay casas con fantasma, y esa tarde de frío y lluvia en que nadie en su sano juicio se aventuró a ir hasta el Instituto Moreira Salles, yo comprobé que es posible que una casa se convierta en centro cultural y logre que su fantasma siga presente. Me refiero a Santiago Badariotti Merlo, el mayordomo ítalo-argentino de la familia Moreira Salles desde que se inauguró aquella casa hasta que se vació, el mayordomo que tocaba Beethoven en el piano Steinway, declamaba a Ovidio en latín y hacía los arreglos florales de la casa inspirado en partituras clásicas, hasta que, a principios de los ’80, cuando la casa se vació, él se fue a vivir a un departamentito en Leblón. En 1992, cuando Santiago tenía ochenta años y le faltaban menos de dos para morir, el joven Joao intentó hacer un documental con él. Durante cinco días lo filmó obsesivamente en la minúscula cocina de aquel mínimo departamento.
Con el testimonio de Santiago (y escenas adicionales, filmadas en la casa familiar ya abandonada), Joao pretendía hacer una película de una belleza y un rigor absolutos, a la manera de su admirado Ozu. Terminó ahogándose en sus propias exigencias: meses después abandonó el proyecto. Pasaron doce años, en los cuales Joao se convirtió en un documentalista multipremiado y entró luego en crisis total, con su métier y con su vida. En medio de esas crisis se sentó a ver de nuevo aquellas nueve horas de material fílmico sobre Santiago y la casa de Gávea, y de golpe vio cuál había sido su pecado, cinematográfico y existencial: en ningún momento de esos cinco días había dejado de tratar a Santiago como a un sirviente. Todo lo que le había permitido contar a cámara era lo que él quería oír. Incluso lo poco que le había dejado relatar de su vida anterior o exterior a los Moreira Salles era para explicar cómo había llegado a ser mayordomo y custodio de esa casa. Pero precisamente por entregarse así a ese rol, Santiago había terminado por encarnar en sí mismo todas las alegrías y tristezas de la casa de la Gávea. Más que su fantasma, era el espíritu de esa casa.
Joao estuvo más de dos años trabajando hasta convertir aquellas nueve horas de filmación en un hermosísimo documental de 79 minutos. Sólo se permitió agregar su voz en off confesando aquello que la cámara no supo registrar. El resto es Santiago puro. Aunque llevaba cuarenta años viviendo en Brasil cuando lo filmó Joao, y antes había servido diez años a una familia inglesa, y además escribía con absoluta corrección en cinco idiomas (francés, inglés, italiano, español y portugués), Santiago habló hasta el final de su vida en una mezcla cocoliche de argentino coloquial y portugués, al menos con sus personas de confianza. Con esa lengua propia rememora para Joao sus años en la Gávea. Cuenta que cuando terminaba de hacer un arreglo floral retrocedía dos pasos y les decía a las flores: “Ahora canten”. Y éstas abrían lentamente sus pétalos. Cuenta que su cumpleaños más hermoso lo pasó trabajando, una noche que había una fiesta muy especial, y de pronto la señora de la casa se le acercó con una copa de champagne y se la tendió y pidió a todos sus invitados que brindaran con ella “porque hoy cumple años mi querido Santiago”. Cuenta que una madrugada lo descubrieron tocando el piano vestido de frac, y cuando le preguntaron por qué estaba vestido así, él contestó: “Porque estoy tocando Beethoven”.
Cerca del final, en un momento en que cree que no lo están filmando, Santiago dice: “A veces me espanta mi sensibilidad”. La pantalla vira entonces a negro y la voz en off dice: “Cuando Santiago me quiso transmitir su revelación más íntima, yo le negué ese derecho. No encendí la cámara. Quedó grabando el sonido, pero la cámara no”. Se oye entonces la voz de Santiago diciendo: “Joaozinho, hay algo que me gustaría decir antes de que te vayas, algo que me gustaría decir con las palabras de un soneto que comienza así”. Y su voz cambia por completo y empieza a recitar: “Pertenezco a un núcleo de seres malditos...”. Pero la voz perturbada del joven Joao lo corta en seco: “No hace falta entrar en eso”.
A lo largo de cincuenta años, en sus ratos libres, Santiago acumuló más de 30 mil páginas escritas en cinco idiomas y dactilografiadas por él mismo en su Olivetti, que conforman una especie de historia universal de la nobleza, tan infinita como conmovedoramente inútil. Allí transcribe listas comentadas que van desde la civilización hitita hasta Hollywood: seis mil años de historia de todo el mundo, mongoles, mayas, papas y visires, santos y asesinos, reyes y entenados, mártires y artistas, venganzas y milagros. Santiago guardaba el enorme manuscrito acomodado en varios estantes de una biblioteca, divididos en carpetas atadas con un primoroso lazo rojo que se hacía traer de París. Cada domingo hasta que murió, aireaba esas páginas y volvía acomodarlas en su biblioteca. Hoy están en el Instituto Moreira Salles, cuidadosamente conservadas. Aquellos que no tengan la suerte de ir alguna vez a la casa de la Gávea, tendrán igual oportunidad de conocer a su fantasma: desde el 18 de septiembre hasta el 30 de octubre, la Fundación Proa proyectará todos los sábados a las 19 el documental de Joao.